Al restaurante Rafael (el ‘Rafa’, el Rafael; todas son válidas, no hay que limitarnos) se viene muchas veces como si fuera la primera. Creo que ahí radica buena parte de su magia.
Osterling no quiere que sea intencional, sino más bien lo contrario: el refugio culinario que abrió hace más de dos décadas con la premisa de ofrecer una cocina amigable, sofisticada y alimentada de referencias —cercanas o foráneas— debe refrescarse constantemente, y en todo aspecto. Pero no tiene que notarse: tiene que sentirse.
Con esa filosofía, su restaurante insignia se mantiene sólido, atractivo, con ese je ne sais quoi que a veces trae la madurez. La mesa que se nutrió de los sabores de la infancia del hijo de un senador que soñaba con ser cocinero —pollo al curry, sesos rebozados, riñoncitos al jerez, estofado de cola de buey, por nombrar unos cuantos— es un ente vivo, en movimiento. Está en permanente creación.
Al frente de todo esto está el chef Rodrigo Alzamora, quien entró de practicante a Rafael en 2006, viajó por el mundo y aterrizó nuevamente en Miraflores, donde lo encontramos hoy. Alzamora y Osterling son socios, amigos y colegas de fantasías culinarias. Juntos ensayan platos, dan rienda suelta a su fértil imaginación y cocrean la mayoría de recetas que hoy definen el menú.
El de Rafael es un local de cocina contemporánea con un hilo conductor de peruanidad, pero no precisamente de comida peruana. En la carta hay ibérico, hay asiático, hay italiano y hay cualquier otro sabor que a ellos les entusiasme. La inspiración va variando según la temporada. El binomio compuesto por el buen producto y la buena técnica es inquebrantable en este espacio. La ventaja, cuentan, es que las limitaciones se quedan afuera.